-Perdón,
coronel, es un dromedario.
Puedo
imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo porque alguien lo
hubiera corregido en presencia del nieto. Sin pensarlo siquiera, lo
superó con una pregunta digna:
-¿Cuál
es la diferencia?
-No
la sé -le dijo el otro-, pero éste es un dromedario.
El
abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues se había
fugado de la escuela pública de Ríohacha para irse a tirar tiros en
una de las incontables guerras civiles del Caribe. Nunca volvió a
estudiar, pero toda la vida fue consciente de sus, vacíos y tenía
una avidez de conocimientos inmediatos que compensaba de sobra sus
defectos. Aquella tarde del circo volvió abatido a la oficina y
consultó el diccionario con una atención infantil. Entonces supo él
y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un
camello. Al final me puso el glorioso tumbaburros en el regazo y me
dijo:
-Este
libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se
equivoca.
Era
un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos
hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni
escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si
eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos
preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal,
pero el diccionario era más grueso. Fue como asomarme al mundo
entero por primera vez.
-¿Cuántas
palabras tendrá? -pregunté.
-Todas
-dijo el abuelo.
GABRIEL GARCÍA
MARQUEZ
Vivir
para contarla
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