Por
aquellos días los niños viajábamos muy poco y la realidad de
nuestro entorno ofrecía escasas emociones. Yo creo que, hasta los
once o doce años, no me había alejado de Madrid más de de ochenta
kilómetros, Ni desde luego había visto el mar, ni por supuesto
había vivido una verdadera aventura. Pero los chavales de entonces
teníamos otra forma de viajar y apasionarnos con la existencia: la
imaginación.
En
la acera de enfrente de la casa madrileña donde nací, en el número
20 de la calle Joaquín María López, había una pequeñita tienda,
junto a una carbonería, que guardaba lo que varios de mis amigos y
yo considerábamos los mejores tesoros. Era un comercio estrecho y
profundo, sin ventanas al exterior. A la entrada se vendían
golosinas, y el resto de la oferta la constituían los maravillosos
tebeos. Muy viejos casi todos, por lo general gastadísimos, a punto
de desencuadernarse la mayoría, incluso algunos con una buena parte
de sus hojas comidas por las polillas. El dueño, que se sentaba al
fondo, alumbrado por la mezquina luz de una bombilla de pocos vatios,
era un hombre grueso y silencioso que nos producía cierto temor.
Casi nunca hablaba. Se contentaba con gruñir cuando le cambiábamos
nuestros tebeos usados por los suyos, añadiendo unos céntimos de
peseta. Me pregunto ahora cómo podían sobrevivir muchas familias de
la posguerra española con aquellos misérrimos negocios.
A
bordo de los cuadernos de viñetas coloreadas navegué por los Mares
del Sur y entré en el corazón de las selvas amazónicas, busqué
oro en las minas de Alaska y tesoros en las sierras inaccesibles de
los Andes, asalté carruajes al lado de Dick Turpin y acabé con
bandas de gángsteres malignos junto a Roberto Alcázar y Pedrín, e
incluso recorrí el espacio en la nave de Diego Valor, perseguido por
el pérfido Mekong, rey de los marcianos.
JAVIER
REVERTE
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