jueves, 4 de octubre de 2012

A bordo de los cuadernos de viñetas

Por aquellos días los niños viajábamos muy poco y la realidad de nuestro entorno ofrecía escasas emociones. Yo creo que, hasta los once o doce años, no me había alejado de Madrid más de de ochenta kilómetros, Ni desde luego había visto el mar, ni por supuesto había vivido una verdadera aventura. Pero los chavales de entonces teníamos otra forma de viajar y apasionarnos con la existencia: la imaginación.

En la acera de enfrente de la casa madrileña donde nací, en el número 20 de la calle Joaquín María López, había una pequeñita tienda, junto a una carbonería, que guardaba lo que varios de mis amigos y yo considerábamos los mejores tesoros. Era un comercio estrecho y profundo, sin ventanas al exterior. A la entrada se vendían golosinas, y el resto de la oferta la constituían los maravillosos tebeos. Muy viejos casi todos, por lo general gastadísimos, a punto de desencuadernarse la mayoría, incluso algunos con una buena parte de sus hojas comidas por las polillas. El dueño, que se sentaba al fondo, alumbrado por la mezquina luz de una bombilla de pocos vatios, era un hombre grueso y silencioso que nos producía cierto temor. Casi nunca hablaba. Se contentaba con gruñir cuando le cambiábamos nuestros tebeos usados por los suyos, añadiendo unos céntimos de peseta. Me pregunto ahora cómo podían sobrevivir muchas familias de la posguerra española con aquellos misérrimos negocios.

A bordo de los cuadernos de viñetas coloreadas navegué por los Mares del Sur y entré en el corazón de las selvas amazónicas, busqué oro en las minas de Alaska y tesoros en las sierras inaccesibles de los Andes, asalté carruajes al lado de Dick Turpin y acabé con bandas de gángsteres malignos junto a Roberto Alcázar y Pedrín, e incluso recorrí el espacio en la nave de Diego Valor, perseguido por el pérfido Mekong, rey de los marcianos.
JAVIER REVERTE

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