Nos distribuyen el libro de lectura. Se titula Daniel
y Valérie. En portada hay un niño y una
niña.
No conozco a ningún niño que se llame Daniel. A
ninguna niña que se llame Valérie. Tienen un perro
que, según sabré pronto, se llama Bobi. No tengo
perro. La cosa empieza mal.
Aprendo a leer sin darme cuenta. Es tan fácil que
no entiendo por qué nos animan, por qué nos
felicitan.
Es lógico, es sonido, música: «B» con «A», «Ba».
Por el contrario, lo que es muy difícil es nuestro
libro.
Nuestro libro de lectura, Daniel y Valérie,
que, en mi opinión, está plagado de enigmas. Los
dos personajes y su perro me parecen muy raritos.
Están mal dibujados. Llevan «suéter». No me cuesta
identificar el fonema «er», pero nosotros, en casa,
no
nos ponemos jerséis. No sé cómo es la gente que se
pone
suéter. No conozco a nadie, no he visto nunca a
nadie.
Mi ilustración preferida es la de la pastelería. En
el escaparate se ven unos pasteles de chocolate
estupendos.
El problema es que el libro no los menciona.
Ese recuerdo data quizás del segundo curso de
primaria del señor Gaufre, que es tan severo que ni
se nos ocurre asombrarnos ni reírnos de su apellido,
que se pronuncia como los gofres. Miro los
pasteles, y, mientras tanto, el señor Gaufre nos
anuncia
que vamos a estudiar el sonido «an». El texto,
pues, menciona la panadería.
«Panadería» es una
palabra, en mi opinión, mucho menos interesante
que pastel o pastelería.
No tengo ningún problema con la lectura. Tengo
un problema con los libros.
Voy a necesitar más de diez años (lo que, al
principio
de una vida, es comparable a una eternidad)
para
resolverlo.